martes, 11 de octubre de 2011

OPTIMISMO EN TIEMPO DE CRISIS



Ya sabéis que soy muy de tele. La veo poco, pero cuando está encendida me obnubila. Lo mismo me da una peli boba trufada de anuncios, que un programa de concursos. Yo es que creo que de niña me pusieron tele en el biberón, eso debe se ser. Esta vez fue el telediario. Era verano y los periodistas aprovechan que el calor baja las defensas para colárnosla a lo grande. Pero ya me decía mi profe que hay que desarrollar el espíritu crítico, y entre que estoy avisada y que soy perspicaz-perspicaz, cuando escucho una noticia me pongo alerta total. Bueeeno, lo confieso, sólo en los casos más flagrantes de tonterías y meteduras de pata se me activa mi sexto sentido, el resto me lo creo, que para eso nos lo cuentan tan formales.

Y tan formalita, la presentadora nos habló, hacia el minuto 43 del telediario, de un estudio sobre la felicidad cuyas principales conclusiones son algunas como esta: “Quienes son felices sufren menos depresión, insomnio y enfermedades cardiovasculares”. Y yo lo primero que hice fue echarme a reír, creyendo que introducía una noticia cómica. Vamos que no me hubiera reído más si lee: "Un estudio científico del Massachussets Institute of Technology revela que la mayoría de las personas que tienen más dificultades para llegar a fin de mes, son las que cobran los sueldos más bajos”.

Así que las personas felices sufren menos depresión ¿eh? Vamos, vamos, vamos. Esto no sé si vendrá avalado por el Instituto Acientífico de Perogrullo, habrá que investigarlo a conciencia, porque si bien aún no está muy claro como definir la felicidad, sí sabemos de buena tinta que en una depresión gorda no cabe una gotita de felicidad.

Para ilustrar la afirmación, los periodistas nos muestran a continuación las imágenes de un hombre joven que dice:
-“La salud influye, he dejado de fumar y me siento mucho mejor”
Y una señora mayor remacha:
No soy feliz porque estoy enferma”

Ojito. Que ya les he pillado (ya os lo digo: perspicaz-perspicaz). Nada de: “como soy infeliz, estoy enferma”.
Así, una vez bien reventadas las conclusiones del estudio por unas afirmaciones que colocan en su sitio la causa y el efecto (la buena salud ayuda a ser más feliz), e ignorantes de este golpe a traición que acaban de asestar a su trabajo, los investigadores salen en pantalla con aserciones vagas y vueltas del revés como “Todos los problemas de salud están más presentes en el grupo de los menos felices”. Y un señor que aparece con el titulo de “Director del instituto de la felicidad”, que, ese sí, parece muy feliz, cierra diciendo: “Que la felicidad se trabaja, el cerebro se acostumbra a los buenos momentos y que de todos depende ser más felices o menos.” Lo que es un pensamiento digno de ser hecho noticiable y aparecer en todos los informativos.

Me pareció que estaban algo mustios los científicos. Rascando un poquito averiguo que han realizado todo el estudio bajo la influencia de una bebida gaseosa, semejante a la zarzaparrilla, que probablemente les ha afectado de forma irreparable. Acabáramos. Los pobres, secuestrados, obligados a beber incesantemente ese néctar dulzón y burbujeante para producir en una tormenta de ideas, frases tan memorables como: “La felicidad es muy bonitaaaa”. No sé si algún día volverán a ser los mismos que fueron.

Me gustaría decirles a estos pobres que, cuando una persona que arrastra una enfermedad larga y penosa se da el lujo de ser feliz, lo hace en contra de todo lo que ha aprendido en esta sociedad (“mientras haya salud...”), en contra de lo que le dicen cada día sus huesos y sus vísceras, en contra de la cara que le ponen los familiares y amigos que la quieren. Es una conducta heroica. Y es demasiado pedir obligarse a ser feliz entre grandes problemas personales. Aunque sea una necesidad recoger lo que puedas del naufragio para empezar a reconstruir de nuevo tu bienestar, tus ilusiones y el placer de estar viva.

Y de lo buena que es la felicidad para la salud, llegamos a la obligación de ser optimistas. Es una consigna en nuestra cultura: ¡Sé optimista!, se dice, como si el optimismo fuera un músculo que se pueda ejercitar. Ahora bien, frente a lo que parezca, el optimismo no es una actitud ante la vida, sino un sentimiento.

Bueno, aquí voy a hacer un inciso y una explicación: los sentimientos son un estado de cuentas, un balance por el que me informo a mi parte consciente de cómo me van las cosas. Me siento triste, rabiosa, ofendida, alegre.... me lo cuento a mí misma y tengo una valiosa información con la que actuar. Me siento optimista si tengo el íntimo convencimiento de que la marcha de mi vida tiene un buen rumbo, de que todo va a salir bien aún a pesar de que surjan dificultades. Y este balance, o lo hago con datos fiables, o me estoy estafando (aunque si me despido a mí misma por quebrar mi estado de ánimo, lo haré con una indemnización millonaria, que de la tele, lo digo siempre, se aprende mucho).

¿Qué pasa si no me siento optimista? Quizá veo fuerzas amenazadoras en el exterior, tan grandes que no puedo evitar que me hagan daño. ¿Incendio, explosión, sunami, guerra? A veces basta con mucho menos para devastarnos: una enfermedad, estar en paro, la cólera del jefe; todo lo que importa para que lo vea con pesimismo es que no pueda controlarlo y que no tenga los recursos para evitar que me salpique. Porque si no puedo impedir que llueva, sí puedo abrir un paraguas. Hay un juego entre lo que pasa fuera, en el mundo, y lo que me pasa por dentro, aquéllo con lo que cuento. Y el resultado de esa evaluación, en forma de sentimiento, ese balance, es lo que se me presenta como optimismo o pesimismo. Entonces, si no me siento optimista, puedo optar por cambiar algo, moverme, salir corriendo, poner una ficha nueva sobre la mesa.

Realmente, más que divertida, estoy enfadada por todas estas “buenas” recomendaciones de sé feliz y sé optimista. Me enfado y me enfado, hala, que parece que nos quieren tomar el pelo, como si no fuéramos felices ni nos sintiéramos optimistas porque hemos practicado poca musculación mental y al fin tenemos lo que nos merecemos.

Pero a mí, que en la vida no tengo otro afán que ser feliz, y estoy más feliz cuando me siento más optimista, se me da una higa de las tonterías antedichas. En lugar de recitarme una y otra vez “me siento muy feliz”, voy a poner en práctica mi secreto número tres para la felicidad, que consiste en buscar cada día un rato para divertirme. Y aprovechando que he actualizado mi lista de blogs, me voy a hacer una visita a éste y a éste, en los que tengo la diversión asegurada. Todo el mundo está invitado. Pago yo.